Era una cálida noche de verano de esas que exhalan un fino aire de primavera llegando a su fin.
Había llegado de madrugada, ebrio y sudado. Ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, sentado en su silla de madera barata, observando y acariciando con amor su vieja rémington como si de esa manera lograra que un papel, casi tan viejo como él, se impregne de palabras por voluntad propia.
Era su manera de obligarse a escribir, esperando una respuesta ajena, de un objeto inamovible, como si esa fantasía lo librara de una tarea tan difícil.
Pasado este ritual, ante la falta de respuestas y haciendo sonar los huesos de sus dedos, tomó un pequeño sorbo de whisky y se sumergió lentamente en el inmenso océano de la escritura, lugar en el que las palabras, como si fueran peces, se le escapaban de las manos.
Tenía que haber alguna esperanza.
Pensó en la muerte y en la vida, para descartar inmediatamente los absurdos.
Creó en su mente una mujer, la besó y quitándole la ropa lentamente se perdió en ella.
Luego de varios minutos se reencontró con él mismo, recuperando la respiración y ya mas calmo, se sirvió otro whisky. Cerró sus ojos y dormito unos minutos.
Encendió un cigarrillo y pensó en su madre.
Como si estuviera a su lado la abrazó, le pidió consejos y la invitó a escribir.
Ante la negativa de ella, levantó sus brazos y estirando su espalda lo más que pudo, giró su cabeza hacia atrás para pedirle a su amigo, que ahora estaba sentado detrás de él, que le cuente alguna historia.
¿Historias? –Dijo su amigo-
Te puedo contar mi separación, ¡para eso vine!
Tardó cinco minutos en echarlo, y aprovechando que tuvo que bajar a abrirle se fue a comprar cigarrillos. Caminando por la avenida se le presento un campo visual interesante.
Vió gente yendo y viniendo vaya a saber uno a donde. Pobres pidiendo limosnas, pibes con miradas turbias, adolescentes estúpidos cansados de no hacer nada, y mujeres que no eran de él, ni de nadie.
Atrapado por la corriente de gente diversa, y sin poder elegir su camino, entró en la boca del subte. Desesperado pero curioso dejo que el rebaño lo lleve hacia abajo.
Ya dentro de un vagón tan extraño como él, dejó que su cuerpo y su mente se duerman. Era algo que solía hacer cuando no tenía salida.
Lo despertó un hombre negro, y en un idioma que él no entendió lo invito a retirarse.
Buscando un claro en su oscuridad, se dirigió hacia una luz que penetraba desde lo alto de una escalera. Entre personas hablando en un idioma que seguía sin entender, logró salir.
Frente a él, las calles de perfecto empedrado lo confundieron.
Dio vuelta su cabeza y busco el nombre de la estación, sus ojos leyeron “Bastille”, estaba en París.
Alquilo una habitación y comenzó a escribir su obra.
Ya terminada se la enviaría a su padre.
En buenos aires, Lorenzo miraba fijamente la rémington.
Tomó un sorbo de whisky y algunos más.
La noche exhalaba un fino aire de primavera llegando a su fin.
Ebrio y sudado elevó sus ojos hacia el papel, tan viejo como él.
Ante su mirada asombrada, las palabras comenzaron a aparecer mágicamente.
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